Nos cuentan que...
... hablando hace poco acerca del nuevo criterio de amplia permisividad que se impone en la inmensa mayoría de las bitácoras castigando las reglas oficiales de la ortografía, decía yo que nada nuevo bajo el sol. Siempre ha habido una laya de revolucionarios del estilo, quienes, con sus ataques, dicterios y sarcasmos ("De las academias, ¡líbranos señor!", había rogado Rubén Darío en su letanía a Don Quijote) contra la casa que dicta las normas le reconocían implícitamente esa misma autoridad que estaban desafiando -pues, ¿por qué hacerle, después de todo, tanto caso?-.
Hasta ahora el problema había sido -y se comprende- un asunto de escritores. Sin embargo, con la irrupción de las bitácoras se está dando un giro al problema. Ya no se trata de jóvenes literatos vocados a la innovación, se trata, simplemente, de una generación empeñada en demostrar su supina ignorancia en lo que hace (y su atrevimiento por hacerlo) que encima alardea de ello. A ninguno de tan osados "escritores" se les ocurriría desempeñar cualquier otra tarea, trabajo o función en su vida sin antes conocer unas mínimas y elementales normas de uso. Pues resulta que escribir también las tiene y, como cualquier ley, su (en ellos evidente) desconocimiento no implica su incumplimiento.
Es cierto que hasta el mejor escribano echa un borrón, pero en casi todas las bitácoras el desastre no suele estar causado por el despiste, las prisas o la pérdida momentanea de conciencia producida después de contemplar los (dos) pechos de la señora pataki -o del señor derek según gustos- (algo completamente comprensible) sino por un analfabetismo funcional evidente. El público general no acudió nunca demasiado al diccionario en busca de certidumbres gramaticales, y menos que en ninguna parte, en España. La soberbia idiomática del español, que por el hecho de haber nacido en la Península se cree ya dueño del idioma como de un patrimonio heredado, le hace desdeñar semejante ayuda y atenerse, satisfecho, a su oronda ignorancia. Ahora, además, va y lo demuestra.
Es este un fenómeno que, como todos los relativos al lenguaje, está conectado a la realidad social básica. Bien se entiende que, en materia de idioma, la autoridad tiene que ser, sobre todo, una autoridad moral. Las costumbres verbales se rigen de la misma manera que el resto de las costumbres sociales: es el mecanismo de la desaprobación por parte del prójimo el que sanciona las contravenciones a la norma comúnmente aceptada. No podemos entrar aquí en explicaciones detalladas. Notemos tan sólo que no por azar se han generalizado unas bitácoras donde groseras vulgaridades plagadas de faltas de ortografía alternan con pedanterías seudocientíficas. Si algún profesor pierde su tiempo en la lectura de bitácoras, debería preocuparse seriamente por el resultado. Y, posiblemente, hacerse alguna autocrítica que no echara toda la culpa a algo tan etéreo (y tan cómodo) como el "sistema". Ellos verán. Nosotros, mientras, lo sufriremos.